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Batalla de El Tejar

Batalla de El Tejar

Batalla de El Tejar

Paz y no olvido

Al soldado desconocido dadle Señor el descanso eterno y que brille para ellos tu luz divina. Junio de 1956.
 
Inscripción en la tumba del soldado desconocido, en el cementerio de El Tejar, donde están enterrados los restos de los que murieron en la Batalla del 13 de abril de 1948, en esa localidad.

Por varios*

* Testimonios tomados del libro «Volando Bala 1948»
de Nicolás Pérez Delgado

«Quiero recordar con el ánimo sereno, a todos los combatientes, tanto Figueristas como Calderonistas y Comunistas, que murieron en el Tejar, en defensa de sus ideales. Ellos dejaron sus hogares, esposas, madre e hijos para venir a regar con su sangre noble y joven, los cafetales y los caminos de ese bello y pintoresco pueblo.»

Alfonso Mora Güell – Excombatiente

«Sobrevino algo que los que recordamos la historia de esta lucha, nunca podremos olvidar. El ataque cuerpo a cuerpo; el ataque desmoralizador de la balloneta; ¡Las ballonetas caladas brillaban con el poco sol, que quedaba en esa trágica tarde. Se combatía en la Plaza!. Los hombres se asemejaban a las fieras. Ambas tropas contendientes en su totalidad, tomaron parte en esa lucha, nunca había visto tanta confusión, los hombres se despedazaban unos a otros; se escuchaban fuertes gritos, que parecían rugidos de feroces leones, atacando a su presa sin misericordia, la plaza teñida de rojo, por aquellos insignes soldados. ¡Gritos de guerra!. Otros blasfemaban, otros pedían auxilio inútilmente, otros morían instantáneamente, no puedo recordar exactamente, cuánto tiempo duró el combate, cada vez se hacía más intensa la lucha, los cadáveres se iban amontonando unos encima de otros, igual de los nuestros, como de los revolucionarios; formamos así una pirámide de muertos, extenuados finalmente parecía que todos deseábamos la retirada. Sucedió, los ejércitos se dispersaron. Comenzó lo más triste que puede ocurrirle a los soldados ir a buscar a sus amigos dentro del montón de cadáveres, yo tenía la mandíbula izquierda quebrada por un culatazo que recibí, pero me dediqué después del combate a buscar a mis amigos entre los rostros desfigurados de los muertos. ¡Qué visión tan macabra! Imposible, desalentados emprendimos la retirada…»

Jesús Aranda Barrantes. Excombatiente de El Tejar

(va) = Vanguardia Popular
(ca) = Calderonista
(Li) = Liberación

(va) Alvaro Montero Vega

Al dia siguiente del incidente con Fonseca, el nicaragüense que quería fusilar a los campesinos, de Casa Blanca salimos en fila india por la carretera rumbo a Cartago, bajando por El Tejar. Llegamos a un pueblito que se llama San Isidro de El Tejar. El coronel Meza venia en la retaguardia y yo, sin conocer nada de asuntos militares, iba delante, tal como pidió mi gente. Por suerte, entramos al pueblito con mucha cautela.

La gente de Figueres había dejado un grupo de resistencia frente a la iglesia, protegidos por una baranda. Nos abrieron fuego, pero estaban muy visibles y todos murieron bajo las descargas que les hicimos. Pero había algunos francotiradores dispersos en las callejuelas del pueblito. Entre la calle principal y una de estas callejuelas mataron a un compañero de apellido Cornejo. Le pegaron en la espalda.

Después de esta escaramuza, continuamos rumbo a Cartago por la carretera. Nos precedían dos tanquetas, una que manejaba Mora Molina, quien en la vida civil era tractorista. En realidad no era una tanqueta, sino un tractor blindado con chapas de acero. A la otra tanqueta, parece que el oficial nicaragüense Fonseca, aprovechando algún descuido nuestro, amarró un prisionero en la pala delantera del tractor. Asi ibamos.

Frank Marshall Jiménez (Li)

Se movilizaron en el Colegio San Luis Gonzaga las cuatro compañías al mando de Tuta Cortés, Edgar Cardona, Indio Sánchez y al mio. Yo actuaba con Rivas como comandante. Se había dispuesto que inmediatamente después de pasar revista abordar unas camionetas que estaban dispuestas para transportar al Batallón a donde se le necesitara.

Se había dado la orden de no partir hasta que el jeep que nos transportaría a Rivas a mi y a otros compañeros, hubiera tomado la delantera encabezando el convoy para poder reconocer el terreno ya que las noticias eran además de alarmantes contradictorias y no se sabia con certeza hasta que punto había avanzado el enemigo.

No obstante, Cardona y Cortes, haciendo caso omiso de la orden que se había impartido, partieron al encuentro del enemigo.

(Li) Max (Tuta) Cortés

Decían que las tropas del gobierno que estaban en La Cangreja y en Macho Gaf venían bajando rumbo a Cartago. Decían que en ella venia Starki, el hermano de Vico.

Me dice don Pepe: «Vayase en un bus con la gente de Puriscal y en la iglesia de El Tejar los esperan. En El Tejar no había nada y en lugar de hacer lo que me dijo Figueres, le dije al chofer: «Métale la pata y los agarramos en San Isidro del Tejar». Los puriscaleños eran dieciocho. Le dimos la vuelta al Tejar por la carretera vieja, pues la nueva no existía y seguimos adelante en busca del enemigo.

(Li) Alfonso Saborío

En Cartago nos plantearon que se estaba combatiendo en El Tejar y nos montaron en tres buses para reforzar a los compañeros que estaban allí. El bus en que monté abrió la caravana, al mando de Tuta Cortés. Partimos sin tomar la más minima precaución, sin una exploración previa. Oi cuando Tuta le dijo al chofer: «Métale gas para llegar pronto».

(va) Alvaro Montero Vega

Para proteger nuestro avance sobre El Tejar emplazamos dos ametralladoras de trípode en un puentecito angosto que estaba a la entrada del pueblo. Recuerdo que se apareció un bus cargado de figueristas. Los cerramos a fuego y tuvieron varios muertos. Algunos lograron meterse en una alcantarilla; otros huyeron como pudieron del lugar.

(Li) Max (Tuta) Cortés

La camioneta iba volando. En un puente viejo nos agarraron con una ametralladora de sitio. Mataron a varios combatientes; otros fueron heridos, entre ellos Sidney Ross. Las balas lo destrozaban todo. Atiné a ordenar: «¡Sálvese quien pueda!», y salté. Estaba como loco. Me tire a un riillo y vi una alcantarilla. Me metí por la alcantarilla, por donde salía mierda y de todo, pero por ella me metí bajo el aguacero de balas.

Salí a un cafetal y comencé a correr y correr. Estaba loco. A las cuatro de la tarde fui volviendo en sí y me enteré que andaba por Llano Grande.

(Li) Alfonso Saborío

Unos minutos después estábamos bajo las ráfagas de ametralladoras y fusilería. Los cristales saltaban, las balas pegaban en el metal de la carrocería. Aquello era un infierno. El chofer cayó muerto de inmediato. Solamente del grupo que salimos de Puriscal hubo cuatro muertos.

En medio de aquel fuego, Tuta se tira por la puerta delantera y nos grita: «¡Sálvese quien pueda!», y le pegan un balazo en la culata de su ametralladora Neuhausen.

Cuando me lanzo para salir por la puerta delantera veo muerto a Manuel Peraza. Los quejidos llenaban el bus. Apenas salto a tierra, una bala me atraviesa la pierna derecha. Fue como un leñazo. Pero así y todo, con la dificultad que tenia para caminar, crucé la calle y me junté con mi hermano Rudesindo, y nos metimos en un cafetal donde vimos una casita vacía. Nos refugiamos en ella, mientras la balacera pegaba en las paredes de madera. No sabíamos que hacer, pues el enemigo estaba a unos ochenta metros. Era la primera vez que me veia en una balacera.

Frank Marshall Jiménez (Li)

Faltando poco para llegar a El Tejar oímos un fuerte tiroteo que resultó ser de parte del enemigo contra la camioneta de Cortés. Se ordenó primero desmontar de los dos camiones y avanzar en fila de uno a orillas de la carretera y luego escalar un tanque de agua de varios metros de altura para observar el terreno y el propio Tejar, sin resultado positivo alguno.

Todo había vuelto a la normalidad. No se observaba movimiento alguno por parte del enemigo. Pese al tiroteo que habíamos escuchado. Era totalmente imposible determinar en qué lugar se encontraba. Se avanzó cuidadosamente hacia El Tejar tomando todas las precauciones del caso para no caer en una emboscada.

Cerca de la entrada de la plaza se le ordenó a la compañía Lempira, del Indio Sánchez, desplazarse por la izquierda, formando un amplio semicírculo detrás de la iglesia con el fin de evitar que el enemigo tratara de evadir pasar por El Tejar.

La compañía León Cortés tomó la escuela y la iglesia, instalando en la torre de la misma una de las ametralladoras de sitio.

A todo lo largo del muro de ladrillo que sostiene la baranda de la escuela y que da al frente de la plaza, se apostaron rifleros detrás de la baranda.

Se pidió a un voluntario que reconociera la carretera hasta llegar a hacer contacto con el enemigo. Se presentó Musaraña Romero, excelente soldado y veterano de todas las batallas de El Empalme. Se le ordenó despojarse de armas y todo lo que pudiera dar sospechas de que se trataba de un combatiente, pues se tenía la esperanza que pudiera pasar por un vecino. Romero partió cruzando casi diagonalmente la plaza hasta llegar a la carretera que desemboca cerca de la esquina suroeste de la misma.

Romero regresó después de haber cumplido a cabalidad su misión de reconocimiento, lo que le costó, por acercarse mucho al enemigo, que le dispararan y lo hirieran en el muslo. Renqueando regresó a informar.

Definitivamente, el grupo de la tropa enemiga, protegida por dos tractores convertidos en tanques, totalmente cerrados, avanzaban por la carretera.

(Li) Edgar Cardona

La acción de El Tejar estuvo muy mal planificada de nuestra parte. Si la ganamos fue sencillamente porque nosotros teníamos el valor de hacer las cosas. No hubo una reunión previa en el Estado Mayor para asignarnos a los comandantes nuestras respectivas misiones. Nada se coordinó y por poco hasta nos matamos entre nosotros.

El primero que salió de Cartago fue Tuta. Después salí yo en otra cazadora con veinticinco hombres. Llegamos a la plaza de El Tejar y como no había ni rastro de enemigo, decidimos salir del pueblo a taponearle el acceso.

Nos apostamos en un cerrito, listos para hacerle frente. Desde allí divisábamos la iglesia y una buena parte del pueblito. Pero resultó que gente de Frank Marshall, que salió detrás de nosotros, nos divisó moviéndonos por el lugar y confundiéndonos, nos empezó a volar plomo. Así era nuestra organización.

(Li) Carlos Luis Rivera

Yo salí de Cartago rumbo a El Tejar con Edgar Cardona. No llegábamos a quince hombres. Recuerdo que estaban el capitán Padilla y Solórzano. No tuvimos mucha actividad. Subimos a un cerro a la izquierda de la carretera, entre unos pinitos, y ahí estuvimos todo el día. Cuando llegamos al lugar todavía el combate no había comenzado. Desde nuestra posición divisábamos una buena parte del centro del pueblo. Cuando yo veía a alguno de uniforme completo le disparaba.

Estábamos allí para evitar que el enemigo, con un rodeo, fuera a entrar por detrás del pueblo. Desde el cerrito vimos un fuego que hubo en Cartago. Pensamos que estaban quemando el cuartel, pero era que los sitiados le habian dado candela a unas instalaciones que estaban por los alrededores.

(Li) Roberto Güell

Tempranito en la mañana del día 13, estando en nuestro cuartel, en el San Luis Gonzaga, llegaron noticias de que tropas del gobierno bajaban de Casamata rumbo a El Tejar. A las nueve de la mañana no se sabía nada ni de Tuta Cortés ni de Edgar Cardona, que habían salido primero.

Frank Marshall organizó un pelotón grande. Me dijo: «Roberto, prepara tu gente con la ametralladora». El tenía otra ametralladora de sitio que manejaba Emilio Soto Rojas, de Alajuela. Montamos las ametralladoras y arrancamos seguidos de dos camiones con el resto de los hombres.

Llegamos al puro centro de El Tejar, a la plaza, por la esquina noreste. A la par estaba la casa de Cuco Arrieta. El silencio era total, impresionante, de pueblo abandonado.

Frank me dice: «Parece que llegamos primero que el enemigo. Yo me voy con Emilio y la ametralladora a emplazarme en la escuela. Vos vete con tu ametralladora y tomá la iglesia». Frank ordenó instalar la ametralladora en una torrecita que tenía la escuela y yo me fui para la iglesia.

(Li) Fernando (Chino) Herrera

Al día siguiente de tomar Cartago, después de dormir como un bendito y en el colegio de las monjitas, me fui al Estado Mayor y el coronel Ramírez pidió voluntarios para ir a cuidar El Tejar y yo, de pelotero, levanté la mano. Allá me fui con un grupillo como de veinte.

El Tejar estaba tranquilo. Decían que por esos rumbos en la mañana había habido unos tiros con un hermano de Vico Starke, pero cosa sin importancia. Recuerdo allí a don Brus, a Roberto Güell y otros compañeros. Estuvimos, paseándonos por el pueblo, obserbando los mejores lugares para poner las máquinas. Que yo recuerde, no teníamos un jefe definido: las cosas surgían de la iniciativa de todos. El padre no quería que nos ubicáramos en la iglesia. Le rogamos, pero se mantuvo en su trece, y no nos quedó más remedio que meternos en ella y acomodarnos por si había que combatir. En cada una de las dos torres de la iglesia se emplazaron unos muchachos con unas bombas de dinamitas metidas en tubos. Yo me situé en el centro, con la máquina apuntando hacia la plaza. Desde allí se podía barrer toda.

(Li) Roberto Güell

Conmigo iba Cubitas, familia de Fernando Herrera. También estaba Bernardo Chang, quien luego tendría un hermano que sería astronauta. Al rato llegó Fernando Herrera con Raúl González, Alvaro Barrantes y Solanito. Solanito, que era boxeador, mirando para una de las torres de la iglesia, dijo: «Esa torre está muy buena para desde allá arriba tirar bombas». Yo no quería que lo hiciera, pero subió.

El cura no era nuestro y dijo: «Coger la iglesia es una herejía». Yo le dije que si no le preocupaba que le fueran a agujerear a sus feligreses y refunfuñando nos dio campo.

Aquella iglesia era de pura lata, hasta una sonrisa la atravesaba. Subimos hasta donde se ubica el coro. Lo usual, como se veía en las películas, era ubicarse en las torres, pero me dije: «Voy a hacer algo diferente para despistar al enemigo». Había a la altura de un segundo piso un bonito ventanal de vidrios que tenía algunos rotos, y detrás nos apostamos.

Fernando Herrera era muy valiente y yo sabia que tenia más experiencia que mi personal en el manejo de la ametralladora, pues las había manipulado en San Isidro, y le di la Hotking.

Creo que la espera, angustiosa, fue como de media hora. Se escuchó, un ruido. Eran ellos que venian avanzando con mucho cuidado a lo largo de la calle.

(Li) Fernando (Chino) Herrera

Al Tejar empezaron a llegar gentes muy asustadas, diciendo que venía una nube de gobiernistas, miles de ellos. Yo les calculé no más de quinientos. Fue que Jose María Tercero, oficial nicaragüense que fue situado en la Interamericana para taponear el avance del ejército, los dejó pasar.

Vimos por la carretera al enemigo que avanzaba. Pero no avanzaban desplegados en combate. Caminaban amontonados, en fila, como si vinieran de una manifestación. Delante venia una tanqueta. Nosotros esperábamos ocultos en nuestras posiciones.

Llegaron a la plaza, la vanguardia se detuvo y yo escuché a un jefe: «¡Alto, que esto puede ser una trampa vamos a inspeccionar primero!». El silencio era total. El blindado estaba inmóvil, con un prisionero atado al frente. Pobre hombre.

El jefe ordenó: «Con cuidado; despliéguense». Pero antes que se desplegaran apretamos los gatillos. Fue una matazón, un desastre. Fue muy doloroso. El prisionero que venia amarrado a la pala del tractor fue también acribillado.

(Li) Roberto Güell

La orden era que Frank sería el primero en disparar. Viendo al enemigo avanzar, los segundos se hacían siglos. Algo me subía y bajaba del estómago. Pero recordé que era 13 de abril. El anterior día 13 había tenido mi primer batalla en Santa Elena. El 13 siempre ha sido un número de suerte para mi. Me saco hasta loterias con el.

Aparecieron primero dos blindados. Los hombres entraron a la plaza desplegándose. Nuestra idea era dejarlos llegar hasta casi debajo de la iglesia antes de abrir fuego.

Pero como siempre hubo un nervioso. Cuando apenas iban por la mitad de la plaza, a alguno de la escuela se le escapó un tiro. Se armó. Ellos recularon para atrás, hacia la casa de Cuco Arrieta y como locos comenzaron a disparar contra nosotros.

Frank Marshall Jiménez (Li)

La ametralladora de la torre de la iglesia barría el jardín de la casa de Cuco Arrieta. Desde la escuela se le hacía fuego al tanque y a las dos ametralladoras. El tanque se mantenía inmóvil en la calle y el jardín de la casa de Arrieta estaba virtualmente sembrado de soldados enemigos muertos y heridos.

Algunos de los heridos de la bocacalle de la Interamericana se arrastraban lentamente hacia nosotros. No traían armas pero podian traer granadas de mano, por lo que guardábamos precauciones pero lo cierto es que uno de ellos logró arrastrarse hasta cerca de nosotros pidiendo misericordia. Se le permitió llegar hasta nuestras defensas de la escuela y pudimos observar que un proyectil le había arrancado los testículos. De él logramos averiguar que pertenecía a la Guardia Nacional de Nicaragua.

(va) Alvaro Montero Vega

En la cúpula de la iglesia, que estaba en el lado este de la plaza tenían emplazada una ametralladora. Cuando avanzamos hacia el centro del pueblo, nos recibieron con su mortífero fuego. También nos hacían fuego cerrado desde el otro extremo de la plaza, donde estaba la escuela, y desde los árboles y algunas casas de los alrededores.

Los de Figueres nos hicieron una trampa. Desde la escuela levantaron a eso de las doce del día una bandera blanca. Pensamos que se rendían y cuando un grupo nuestro se precipitó hacia el lugar, los cerraron a bala. Unos cayeron; otros se desperdigaron por donde pudieron.

(Li) Alfonso Saborío

Metidos los dos en la ratonera de aquella casita luego de escapar del infierno del bus, le dije a mi hermano que tratara de escapar. Pensé que si nos mataban a los dos iba a ser muy doloroso para nuestros tatas. El no quería dejarme, pero al fin accedió a salir y buscar ayuda. Me quedé solo, herido.

Mi hermano se demoraba y yo pensé que lo habian matado. Decidí no esperar más. Usando el rifle como un bastón salí de la casa, crucé una acequia con el agua a medio muslo y tomé por una calle. Un señor me vio y me dijo que en qué me podía ayudar. Me condujo a su casa y me amarró con un trapo la herida para detenerme la hemorragia y su señora me ofreció dos yemas de huevo con vino.

Frank Marshall Jiménez (Li)

Asi como se presentaba la batalla, daba la sensación que la tropa del Gobierno estaba dispuesta a jugársela entera. Ello se mostraba, a pesar del fuego y de las bajas que había sufrido, con soldados que corrían a recoger las dos máquinas Browning de bípode que estaban emplazadas a los lados y enfrente del tanque y cuyos operadores habían sido muertos o heridos. No me explico cómo bajo esa lluvia de tiros un enemigo recogió la máquina calibre 30 y se refugió detrás del tanque.

(va) Alvaro Montero Vega

Movilizamos una de las ametralladoras hasta el frente de la plaza. No recuerdo si fue que le pegaron al ametralladorista o fue que decidió zafarse de la balacera, pero el arma quedó abandonada. Yo estaba con mi Mauser a la orilla de la calle cuando un compañero hondureño dijo: «¡Esa ametralladora no la pueden coger ellos!», se lanzó a rescatar el arma y la trajo.

Pero nos sentíamos sitiados. Nuestra gente caía, muertas y heridas. El fuego de la iglesia era muy molesto y yo me fui con un grupo para darle la vuelta y entrarle por un costado. No era fácil. Había que cruzar una calle que cerraban a tiro de metralla. Logramos pasar, pero no pudimos tomar el sitio de la ametralladora: era mucha la bala y tuvimos que retroceder.

Frank Marshall Jiménez (Li)

El enemigo también recibía fuego del grupo de Cardona que estaba situado al este de El Tejar, en una colina. Ello los desanimaba de lanzarse a campo abierto en esa dirección. Por otro lado, la tropa del Indio Sánchez se desplazaba en semicírculo en varios cientos de metros a poca distancia detrás de la iglesia hacia la colina que había ocupado Cardona.

(va) Iván Pérez

Entramos a El Tejar por Ochomogo. Nuestro grupo había salido de Ecos del 56. Eramos todos unos jovencitos. En camiones llegamos hasta el centro del pueblo donde comenzamos a recibir fuego por atrás, desde la escuela. Nos sorprendieron totalmente. Casi no pudimos ni disparar. Se dijo que lo mejor era dispersarse «Nos van a hacer papilla», dijo alguien. Y era verdad.

Un compañero, Umaña, se quedó entre los muertos allí en el centro del pueblo, con un balazo en un tobillo. Otro compañero de apellido Soto, herido en una pierna, fue encontrado después por los figueristas entre los muertos. Lo pasaron a un hospital y como tenía gangrenada la pierna, se la amputaron.

Conocíamos las rutas de escape porque en excursiones que habíamos hecho por el lugar aprendimos que de Cartago, pasando por el cerro de La Carpintera, se llega a Desamparados. Allí no teníamos nada que hacer y retrocedimos.

(Li) Roberto Güell

Serían las 10 de la mañana. Dirigían el fuego fundamentalmente a las torres de la iglesia, donde nos creían apostados. Poco a poco la torre se fue despedazando. Los fragmentos nos caían encima, pero Dios lo protege a uno. Mientras Fernando y los rifleros les volaban bala con toda tranquilidad a través de las roturas de los vidrios, que eran obscuros, ellos no descubrían nuestra posición y seguían apuntando hacia las torres.

Los tanques se corrían atrás; después volvían a avanzar. Eran en realidad unos tractores blindados. Yo le decía a Fernando que dirigiera el fuego de la Hotking hacia la parte de arriba, donde eran menos macizos, y donde tenían unas ranuras en forma de cruz por donde disparaban.

(Li) Fernando (Chino) Herrera

Con nuestras dos máquinas pesadas hacíamos fuego constante: desde la iglesia y desde el mirador de la escuela. En un momento, entre el estrépito del combate, escucho que alguien me llama. Miro para abajo y me pareció ver en una alcantarilla a Tuta Cortés. Me hacía señas porque por detrás, por la casa cural, venían unos a pescarnos; después agarró una granada y se las lanzó. Pero venían muchos más. Un grupo se disponía a entrar por la puertilla de atrás de la iglesia. Otro avanzaba por un solar a la par de la calle.

(Li) Roberto Güell

Pasó como media hora. No recuerdo la razón, pero Fernando partió a una misión creo que por detrás de la casa de Cuco Arrieta. Enrique Montero Rudín tomó la Hotking. Ahora colocamos la ametralladora fija y Rudín comenzó a dirigir el potente fuego del arma hacia las ranuras en cruz. Mantenía el fuego en ese punto sin desviarlo hacia otra parte. Serían pasadas las once cuando notamos que la dirección del tanque titubeaba. Escuchamos unos gritos que parecían provenir de su interior. El blindado reculó.

Supimos después que una bala, o varias, habian entrado por la ranura y pegado a los que había adentro. El enemigo se estaba refugiando en la casa de Cuco Arrieta y enfilamos el fuego de ametralladora en esa dirección. Debimos haber hecho una matazón. Como a la una de la tarde la ametralladora estaba hirviendo.

(Li) Max (Tuta) Cortés

Yo llevaba barba y la gente de Llano Grande pensaba que era del gobierno. Pero llegaron unos conocidos y me dieron un trago y me fui tranquilizando. Con ellos bajé a Cartago, al Colegio San Luis Gonzaga. Me habían dado por muerto. Pero me recuperé y me sentí de nuevo listo para la pelea.

(va) Alvaro Montero Vega

Llegó un momento en que nuestra gente se sintió muy desorientada. No había una conducción militar y nos fuimos desorganizando. Eran las cuatro de la tarde y estábamos cerrados de balas por todos lados. A veces se veian enemigos en los árboles, se les tiraba, pero no podíamos comprobar si les dábamos.

Yo estaba arrimado a una casa de adobe y los tiros pegaban y desmoronaban la madera. Me preguntaba: «¿En que momento me pegarán a mi?». A Molinón, un hombre muy alto, le pegaron un tiro muy cerca del ojo.

Recuerdo a un nica que cuando el combate amainó por la tarde andaba con un radio y otras cosas. Le digo: «¿Qué hace con eso?. Me dice: «Esto yo me lo llevo». «¿Pero se lo lleva para dónde?», le digo. «Te van a matar. Deja botado eso y anda ligero». «No, yo esto me lo llevo», me contestó y siguió con sus cosas.

(Li) Roberto Güell

De momento comencé a notar que la gente del gobierno atrincherados en la casa de Cuco Arrieta se desplegaba en busca de uno de los lados de la iglesia.

Quise observar sus movimientos y cuando traté de incorporarme lo más posible, sentí un golpe y un dolor en el hombro izquierdo. «Me han herido», me dije. Me toqué con la mano y sentí algo duro y caliente. Era la vaina de unos de los proyectiles de la Hotking. La ametralladora, que disparaba a mi izquierda, expulsaba las vainas por la derecha, y una se me metió por debajo de la camisa haciéndome una pequeña herida.

Vimos que desde la escuela salia una patrulla en la que iba Renato Delcore. De inmediato los protegimos con el fuego de la ametralladora y de nuestros fusiles y ellos alcanzaron la casa cural, junto al lado izquierdo de la iglesia. Con granadas desalojaron de allí a unos soldados enemigos y después, protegidos también por nuestro fuego, regresaron a la escuela.

Un rato después, por señas, desde la escuela, nos hicieron saber que un grupo de enemigos trataba de rodearnos por la parte de atrás de la iglesia. Desde ese lugar podían asaltar nuestra posición. Entonces se nos ocurrió abandonar la iglesia, pero por donde menos ellos se lo podían imaginar: por el frente. Ordené desmontar la Hotking. Cubitas se la echó al hombro y bajamos del coro. Sorpresivamente abrimos la puerta principal de la iglesia y todos salimos disparando con los fusiles.

Sin dudas que sorprendimos a los del gobierno. Corriendo alcanzamos la calle del costado derecho de la iglesia, por donde se va a Arenilla. Nos metimos en una zanja de desagüe que estaba a la orilla de la calle y de inmediato instalamos la ametralladora.

Enseguida detectamos a gente del gobierno que venían por un claro que estaba por detrás de la iglesia. Los encañonamos y les dijimos que se rindieran. Ellos no podían imaginar que hubiéramos salido de la iglesia y nos encontráramos emplazados allí. Nos gritaron: «¿Que pasa? ¡Somos de los mismos!».

¿Quiénes son ustedes?», les dijimos. «Somos del ejército del gobierno», respondieron ellos. «Pues nosotros somos del ejército revolucionario de Figueres; o se entregan o mueren».

Luego de un breve titubeo, la mayoría se rindió, pero varios retrocedieron y uno, con buen brazo, lanzó una granada. Estaríamos a unos treinta metros de distancia. La granada cayó junto a la ametralladora. Instintivamente me agaché, la recogí y aunque no con tan buen brazo la devolví. Explotó sin dañarlos mientras la Hotking abría fuego. Al fin se rindieron todos. Serian unos treinta.

A esta altura del combate, ya estábamos escasos de balas. Al abandonar la iglesia sólo teníamos un peine con cincuenta tiros para la ametralladora. Pero los Mauseres que les incautamos empleaban el mismo calibre de la Hotking. Nos hicimos de dos cajas grandes de balas.

Escoltados por dos hombres nuestros, mantuvimos a los prisioneros sentados en el suelo en un solar que estaba detrás de donde nos encontrábamos.

El enemigo, empecinado, hizo otro intento de bajar hasta la iglesia, pero los ametrallamos desde nuestra posición por la esquina noreste de la plaza.

Frank Marshall Jiménez (Li)

Ante la perspectiva de que la batalla se prolongara bastante, tomé las previsiones del caso y envié un correo pidiendo refuerzos y parque. A estas alturas dispuse dejar el mando de la iglesia y la escuela a Renato Delcore mientras después de haber seleccionado un grupo de hombres me dispuse a reforzar al coronel Rivas y tratar de encerrar al enemigo por la retaguardia.

Ya para ese entonces el coronel Rivas había hecho contacto con el general Ramírez que había llegado a reforzar el frente de El Tejar precisamente por el flanco derecho. Otros refuerzos que recibimos, todos ellos ya avanzada la tarde, fue el de Carlos Gamboa y compañeros.

Efectivamente, llevamos adelante nuestro plan y logramos colocarnos bien a retaguardia del enemigo. Por cierto que en esa marcha logramos detener una camioneta llena de heridos del Gobierno y algunos nuestros que trataba de tomar una callecita de tierra que los conduciría a San José. Al conocer que se trataba sólo de heridos, acompañados por otros hombres y que entre ellos había varios nuestros, nos aseguramos que efectivamente partían hacía la Capital.

Nos atrincheramos cerca del puente en unas casitas al este de la carretera. Diagonal, al otro lado del río, a 70 metros, se encontraba un galerón y al frente del mismo una plaza que estaba ocupada por camiones cargados de vituallas.

Nuestra posición era excelente pues habíamos logrado situarnos directamente en el punto de abastecimiento del enemigo. A una orden abrimos fuego contra el galerón donde estaban los soldados gobiernistas y contra los vehículos. La sorpresa del enemigo se demostraba por el hecho que salian sin saber lo que pasaba. La confusión y el pánico se apoderaron de esos soldados. Una vez pasado esos críticos momentos, presentaron una defensa sólida y al poco tiempo mandaron un blindado para tratar de pasar nuestras líneas.

Se había dispuesto que una vez que el tanque se hubiera acercado bien, lanzarse sobre el mismo y meter por alguna de las hendiduras de sus costados una granada de mano. La hendidura era de 5 o 6 pulgadas de ancho, lo que permitía meter fácilmente una granada. Nuestro fuego se dirigía contra esas aberturas, único punto vulnerable. En cierta ocasión llegó tan cerca que me prepare para lanzarle una granada. Tomé posición, le safé el seguro y en ese momento comenzó a retirarse el tanque. Yo, para evitar que la palanca activara la granada, la amarre con un pañuelo y se la di a alguien y luego anduve loco buscándola para que no ocurriera un accidente. Lo lógico hubiera sido tirar la granada.

Nuestra acción por la retaguardia trajo como consecuencia que aflojaran la presión a la escuela y la iglesia.

(va) Alvaro Montero Vega

El fuego, a medida que avanzaba la tarde, fue debilitándose, pero los figueristas, sin dudas, eran los que se estaban imponiendo. Decidí analizar la situación y me reuní con un grupo de cincuenta y cinco hombres en una casona que tenía muchos pinos, a media cuadra de la calle principal. La gente no sabía que hacer. Algunos, por propia iniciativa, ya se habían ido del lugar. Mi hermano menor, Eugenio, había caído prisionero con otros dos compañeros. El coronel Mesa no aparecía por ningún lugar. Dijeron que se había metido debajo de un fogón. Fonseca tampoco aparecía.

En la casona valoramos brevemente la situación y se hicieron varias propuestas para ver si con un golpe de suerte o de arrojo nos podíamos imponer al enemigo, o si ya no había nada más que hacer. Algunas de las propuestas fueron verdaderamente raras. La más osada de todas fue la de un hondureño a quien llamábamos El Chele. Dijo: «Aquí, en todas las casas deben haber machetes; saquemos los machetes de las casas, quitémonos las camisas y donde encontremos a un tipo con camisa, le volamos machete».

Le dijimos que eso era una locura y decidimos salir del lugar. El plan era devolvernos entre los cafetales y subir a la montaña evitando la carretera por donde sabiamos que andaban patrullas de Figueres.

(Li) Alfonso Saborío

En casa de aquella buena gente que me recogió estuve hasta que apareció un jeep nuestro que andaba buscando a los perdidos y a los heridos. Lo manejaba Isidro Mesén, a quien le decíamos Chilo. Me dejaron en el hospital Max Peralta, pues había derramado mucha sangre. La bala me atravesó de lado a lado, aunque no me tocó el hueso ni ninguna vena o nervio importante.

Mi hermano, por su parte, andaba buscándome. Cuando nos separamos en la casita, se encontró con gente de Frank Marshall y siguió con ellos. Después regresó, pero ya yo no estaba. Como a las ocho de la noche fue que nos vimos en el hospital.

(Li) Roberto Güell

Se notaba que el poder de fuego de las fuerzas gubernamentales había decaído mucho. Frank Marshall, Piquín Garro, Brus Masís y otros compañeros los habían también atacado por los flancos y la retaguardia. Estaban derrotados.

Al rato vimos un grupo nuestro, comandado por el Indio Sánchez, que se acercaba luego de haber hostigado al enemigo por el sur de la plaza. Nosotros ya estábamos haciendo una labor de limpieza, cogiendo presos, acomodando los cadáveres y afirmando nuestras posiciones por si se producía un nuevo ataque.

(va) Alvaro Montero Vega

Abandonamos el Tejar y subimos lo más que pudimos hasta un lugar que aunque poco conocido, sabíamos que era el alto. Pasamos la noche cruzando las montañas. Después atravesamos la carretera y enrumbamos hacia el oeste en busca de salir cerca de Desamparados. Un campesino que vivia en el alto de una montaña nos regaló algo de comer y nos dijo que tuviéramos cuidado porque no lejos, más abajo, se oían tiros.

(Li) Roberto Güell

Llegó un hombre nuestro, de apellido Montero, muy buen compañero pero también muy afectado por la guerra. Me dijo: «Roberto, sé que tenés unos prisioneros. Dame campo que yo los mato». Le respondí que eso no podia ser. El insistió. Andaba con una ametralladora de pecho. «Yo lo hago», dijo con firmeza.

Le aseguré que a esos prisioneros nosotros los ibamos a defender con nuestras vidas. Montero estaba tan afectado que montó su ametralladora. Yo monté mi rifle y le dije: «Aqui nos morimos cualquiera de los dos, pero la vida de esos prisioneros es sagrada».

Por dicha reaccionó y se fue. Supe después que venia de efectuar una acción sin justificación, muy bochornosa.

En Quebradilla se habian hecho prisionero a un grupo de nicaragüenses y costarricenses. Estaban en un ranchito. Montero llegó y preguntó por los ticos, para separarlos, pero estos, con una actitud muy valiente y digna, dijeron: «Aquí somos todos combatientes del gobierno». El montó su ametralladora y los eliminó a todos.

José Figueres Ferrer (Li)

En Quebradillas, uno de nuestros combatientes, Jorge Montero, comandando un reducido grupo, sorprendió a un destacamento del enemigo en fuga. Según los informes que he recibido, Jorge Montero constató que casi todos eran nicaragüenses. A los que resultaron nicaragüenses, Montero los ejecutó en el sitio, por considerarlos invasores a nuestro suelo. Condeno por igual la matanza de nuestros muchachos en San Isidro de El Tejar y la de estos nicas, como una mancha a la gloriosa jornada de El Tejar.

Arnoldo Ferreto (Va)

Los nicaragüenses que por orden de Jorge Montero fueron asesinados junto a costarricenses en una casa de peones de la finca de don Juanito Montealegre, en Quebradillas, no eran somocistas, ni menos miembros de la Guardia Nacional, sino obreros bananeros de nacionalidad nica.

Cuando Jorge Montero llegó al lugar, ordenó salir a los nicaragüenses para matarlos y nuestro compañero Raúl Molina, conocido por Molinón, salió a la puerta y dijo: «Aqui no hay ticos o nicas, aquí todos somos camaradas y nadie saldrá».

Las ráfagas de las ametralladoras lo silenciaron para siempre. Con él fueron ultimados dieciocho compañeros, ticos y nicas.

(va) Iván Pérez

Cuando ibamos huyendo rumbo a Desamparados, unos compañeros fueron a pedir agua a una ranchito por Quebradillas. Los del rancho dijeron que les iban a dar también de comer y diecisiete o dieciocho se quedaron allí. Seguramente querían coger un aire y después seguir. Entre ellos, en realidad, yo no recuerdo nicaragüenses, aunque es posible que hubiera algunos.

Otro compañero y yo decidimos seguir adelante y, antes de partir, les indicamos cómo alcanzar Desamparados. Parece que los entretuvieron en esa casa y después llegaron fuerzas de Figueres que masacraron a los diecisiete. Allí mataron a Noé Carvajal y Mario Sáenz, dos muchachos militantes de la Juventud de Vanguardia Popular. A todos los enterraron en una fosa común.

(Li) Fernando (Chino) Herrera

Por suerte, al fin todo acabó. Recuerdo que como a las cinco y media Frank Marshall, me dijo: «Vamos, Fernando».

Ya nos íbamos a retirar de aquel pueblo ensangrentado cuando nos topamos en la Agencia Rural de Créditos con unos carajos del gobierno volándole bala a las cerraduras de una enorme caja fuerte. A su lado tenían un camión cargado de juguetes, bicicletas, máquinas de coser.

Con Frank Marshall andaba Monterito, un compañero del grupo de Tuta Cortés a quien le habían matado un sobrino. Estaba hecho un demonio. Decia que no había que perdonarle la vida a nadie. Desde una cerca en que nos situamos, agarró a los del camión con su ametralladora y no dejó uno en pie.

Teodoro Picado (Presidente)

Los males de una guerra civil son incalculables. Los instintos primarios de muchos hombres, inofensivos en el ritmo normal de la vida, se desatan en forma incontrolable, y en países donde no existen ejércitos organizados, bien pronto se llega a la anarquía. El hombre pierde todo escrúpulo en derramar la sangre de sus semejantes. Se familiariza con los espectáculos crueles de la guerra. Los valores se subvierten: la violencia se impone y se admira.

Las luchas fatricidas suelen ser más sangrientas que las internacionales, y dejan divisiones profundas entre gentes que, terminado el conflicto, deben convivir por fuerza de las circunstancias (De «El Pacto de la embajada de México», de Teodoro Picado).

Frank Marshall Jiménez (Li)

El enemigo había desaparecido como por encanto y sólo veíamos las figuras grotescas de los muertos en las posiciones más absurdas, algunos empuñando el arma en posición de tiro y escuchábamos los heridos con sus lamentos.

Después de haber tomado algún alimento se le pidió al Batallón El Empalme voluntarios para una operación de reconocimiento del campo de batalla. Se les explicó que se trataba de localizar compañeros que posiblemente habían caído heridos y requerían nuestro auxilio de inmediato.

Bajo mi mando abordamos un jeep seguido de una camioneta con algunos hombres y espacio suficiente para transportar a los heridos y perdidos. La noche era intensamente obscura, lo que aumentaba el problema de hacernos reconocer. Ello nos obligó, no solo a prender las luces grandes de los vehículos, sino que a gritos pedir que nos contestaran, pues de otra manera era buscar un alfiler en un pajar.

Triunfantes regresamos a Cartago después de once horas de lucha, seguros de haber obtenido una victoria decisiva contra el grupo militar gobiernista más agresivo de toda la revolución. Se portaron esos hombres como hombres de verdad.

(va) Alvaro Montero Vega

A la mañana siguiente enviamos un pequeño grupo de exploración a subir un cerro y pasar al otro lado para ver lo que encontraban. Regresaron sofocados, diciendo que habían visto un grupo de gente de Figueres con banderas de Costa Rica. «Si salimos por ahi nos acribillan», aseveraron.

Yo me dije: «Qué raro». Me pareció extraño lo de las banderas. Decidimos acercarnos un poco más. Una avanzadilla salió y logró detectar que eran gente nuestra. Era Adolfo Braña, un compañero español que había estado en la guerra civil contra Franco y aquí era líder obrero y concejal del Partido en la municipalidad de San José.

Eran como cincuenta. Ya atardecía cuando nos juntamos. Brañas había salido a rescatar a sus dos hijos. Los dos andaban conmigo en la Juventud, aunque se me habían perdido. Después nos enteramos que habían caido prisioneros. Me dijo con su bien marcado acento español: «Chico, yo voy para Tejar con esta gente a combatir». Le digo: «No, Brañas, usted no puede hacer eso». «¡Cómo que no puedo! ¡Yo tengo, coño, orden del Buró Político y voy para allá!» Le razone: «Brañas, yo soy también del Buró Político y me atrevo a darle la orden de devolverse. Usted va a caer en una trampa. Nosotros venimos de El Tejar. Lo van a acribillar con toda su gente».

Se queda callado unos instantes y me dice: «Bueno, si asumes la responsabilidad, yo me devuelvo». «Yo la asumo, Brañas», le afirmé. «Hágame caso». Yo para él era un muchacho, pero siempre respetó mucho a la dirección del Partido.

Estábamos en un lugar que se llama los Altos de Santa Rosa de Desamparados y en dos camiones que tenía Brañas bajamos. De noche llegamos a San José.

(Li) Roberto Güell

Yo me quedé de comandante en El Tejar. A la mañana siguiente comenzaron a llegar los vecinos del poblado, los cuales de inmediato nos prestaron toda su cooperación.

Los cadáveres, dispersos por todos lugares, eran muchos. Podía desatarse una epidemia y hubo que tomar medidas de emergencia. Lo mejor era incinerarlos.

De inmediato se comenzó a cavar una zanja en un jardín que estaba junto a la casa de Cuco Arrieta. Un oficial fue encargado de contar los cadáveres, que sumaron 235; de ellos, alrededor de 40 pertenecieron a nuestra fuerza.

Alguien afirmó que si no se les rajaba la planta de los pies no iban a arder bien. Aquello no tendría mucho asidero científico, pero en las circunstancias en que nos encontrábamos lo que queríamos era que todo saliera bien. Con una cuchilla los soldados realizaron esa tarea.

Todo fue muy desagradable. Se regaron con gasolina los cuerpos amontonados en la zanja y se les dio fuego. El olor era insoportable. Pero lo más impresionante fue otra cosa. Los cadáveres, al quemarse, liberan gases que le provocan movimientos mecánicos. Algunos de aquellos cuerpos tomaron la postura de sentados; otros, levantaban un brazo, una pierna.

Varios de nuestros valientes soldados no pudieron soportar ese grotesco espectáculo y se fueron del poblado. Cuando los cuerpos terminaron de arder, se cubrió la zanja con tierra y allí quedaron sepultados.

Sin mayores incidentes estuve en El Tejar hasta que entramos a San José el 24 de abril. De vez en cuando se salía por los alrededores en busca de enemigos, donde encontramos otros seis cadáveres que enterramos. Se hablaba de que una columna al mando de Carlos Luis Fallas, saliendo de Tres Ríos, vendría a atacarnos. El día 19 se presentó un corresponsal norteamericano. Dormíamos en la escuela y los vecinos hasta la ropa nos lavaban.

Mapas

Mapa Revolución del 48

Batalla de El Tejar

Mapa Revolución del 48

Batalla de El Tejar

La batalla de Tejar

—Fuimos llevados el Batallón del Empalme y todas sus compañías al Tejar. Tomamos las cazadoras en el costado sur de la plaza Iglesias. El ambiente era tenso, ya que para entonces se sabía de la emboscada mortal que había sufrido el grupo que comandaba Tuta Cortés y compañeros. Llegamos a la Pitahaya, frente a la casa de don Eloy Ortega. Fuimos formados en columnas rumbo al sur para salir a la calle de La Cangreja (hoy La Asunción). De allí nos dirigimos hacia el oeste rumbo a la escuela Ricardo Jiménez, en el centro del Tejar, bajo las órdenes de Frank Marshall y Jorge Rivas Montes. Tomamos la escuela sin ninguna resistencia de parte del gobierno, ya que sus tropas se encontraban a 800 metros de distancia, exactamente sobre el río Reventado, donde horas antes había caído Tuta Cortés en la trampa que le costó la vida a la mayoría de sus hombres. Nos organizamos en posición de defensa, ya que a lo lejos se oían griterías y la preparación del ataque armado.

—Encontrándome yo detrás del muro de la escuela, como a las 10:45, según el reloj de la iglesia, vi a unos tejareños llevar a la señora Etelvina Navarro Robles herida, usando como transporte un carretillo. Al verlos salí de mi puesto para prestarles ayuda, pues reconocí en ellos amigos, coterráneos míos. Fue entonces cuando me enteré de la supuesta noticia de la muerte de mi hermano Beto Navarro, quien combatía en las fuerzas calderonístas.

—La noticia que me dieron sobre mi hermano fue un duro golpe, ya que para mí él no era solo mi hermano sino un segundo padre a pesar de la diferencia ideológica que existía entre él y yo. Sumergido aún en mi pena se acercó a mí Eloy Mora Carrillo y Piquín Garro, quien me dijo: «Hugo, Beto no ha muerto, yo lo dejé escondido en una cuneta cubierto con ramas, pues traté de montarlo en una muía, pero no soportó el dolor. Tiene una pierna fracturada». Eloy, a quien no conocía hasta entonces, sacó papel y lápiz y me hizo un mapa del lugar en donde se encontraba mi hermano.

—Minutos antes de la batalla el coronel Rivas pasó la voz de que, si había alguien que conociera bien el lugar, ese era yo, nacido y criado en el Tejar. Rápidamente se organizó un grupo compuesto por Rivas Montes, Frank Marshall, Marcial Aguiluz, Víctor Manuel Ureña, más unos cuarenta hombres. Ya en medio de la batalla, los conduje hacia el oeste de donde nos encontrábamos, caminamos a paso rápido, las balas se cruzaban en todas direcciones. Cual no fue mi sorpresa encontrarme en medio de una batalla a mis hermanas y a la familia de don Cuco Arrieta. Todos lloraban desconsoladamente, pero yo no podía detenerme, era el baquiano de la operación y urgía tomar las fuerzas del gobierno por la retaguardia. Cruzamos el río Reventado y luego nos internamos en los cafetales de don José Joaquín Peralta. Salimos al lugar donde hoy se encuentra el restaurante El Quijongo sobre la Interamericana, para luego tomar hacia el este unos 200 metros. Luego hacia el sur hasta encontrar un retén del gobierno con soldados a los que llamábamos mariachis.

—Frank Marshall y Rivas Montes nos ordenaron ocultarnos en zanjas y cafetales, mientras ellos dos avanzaban .hacia el retén. Debido a la forma de vestir de Rivas, pantalones «brich», botas altas y quepis, los soldados de la unidad móvil los confundió con sus jefes a la distancia. Marshall y Rivas los llamaron y una vez en el blanco les dispararon, apoyados por el resto. No quedó más que unos heridos suplicando que no los mataran.

—Una pulpería de una señora Navarro, ubicada en esa esquina, sirvió de refugio de prisioneros que los tomábamos al aproximarse al lugar en donde había ocurrido la refriega. Incluso, muchos se entregaban indefensos, pues en su mayoría era gente campesina que venía del sur y del Atlántico. Estando yo en la pulpería, se me acercó apresuradamente don Rufino Navarro para decirme que venía de San Isidro del Tejar y que había visto en el Puente Cucaracha a un retén del gobierno custodiando a varias unidades de la Cruz Roja y cazadoras con heridos de ambos bandos. La noticia se le transmitió a Frank Marshall, quien de inmediato dio la orden de tomar dicho puente. Para esa misión se envió a ocho hombres, entre los cuales iba yo. Pero ya la columna había avanzado, tanto que a escasos 200 metros, nos la encontramos. Les dimos el alto y ellos tiraron sus armas. Aproveché el momento para buscar imprudentemente a mi hermano herido; lo encontré en una de las unidades en medio de unos heridos ya casi moribundos. Nos saludamos y disgustado me dijo: «lo mío es cualquier cosa».

—En otra unidad encontré a Aristides Brenes Navarro, herido, quien me contó que Marcos Piedra Jiménez, compañero inseparable de Beto, mi hermano y de él, había muerto el día anterior en Conventillos. Mucho me llamó la atención encontrar entre los heridos a Napoleón Morúa, moribundo, y le di agua.

—Para entonces, el que llegó a donde me encontraba fue Marcial Aguiluz con su gente y al ver mi situación, me encomendó que guiara la caravana al Hospital Max Peralta. Al llegar al hospital me impresionó ver en las afueras cantidad de gente llena de angustia y dolor, esperando los heridos. Mi hermano, gracias a mi uniforme, fue atendido de inmediato. Después de haber cumplido con la labor regresé al Tejar.

—Al llegar a la escuela la batalla estaba en su etapa final. Encontré muertos. Entre los muertos a mi amigo Rafael Calderón Vega, otra pena más que recordar, Me enteré también de que mi capitán Víctor Ureña, había sido herido. Al finalizar la batalla me dediqué a buscar a mi amigo de infancia Claudio Rojas Martínez. El también me buscaba y no nos encontramos sino hasta varios días después.

—Terminó al fin la lucha armada. Luego se celebró el desfile de la victoria y yo, en medio de una situación, diría casi única: luché en las filas del figuerismo, mi hermano herido en el calderonismo y mi sobrino Edwin prisionero del Tejara la orden del general Salaverry (fi-guerista). Mis hermanas buscaron refugio en casa de un familiar porque nuestro hogar fue saqueado y semidestruido; panorama que hace recordar la cita que hizo Rodrigo Escalante (el indio) en el periódico Excelsior, el martes 19 de agosto de 1977, que dice así:

«—Bueno la cosa es que entré al cuartel de la Artillería y cuando salí me encontré a Hugo Navarro, que era un chiquillo, muy triste. Hugo estaba herido en una pierna, y entonces le dije: ¿qué te pasó?, ¿por qué está ahí sentado en la acera? ¿por qué estás tan triste?»

—Mi respuesta debió entonces ser: gané la guerra, pero perdí la unidad de mi familia.

Batalla de El Tejar

Claudio «Cuyo» Rojas y Hugo Navarro Leiva días después de la batalla del Tejar. Al fondo se aprecia la iglesia y la antigua escuela. Abril 1948.

Fuente: Hugo Navarro Leiva revista Proa, La Nación.

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