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El caso de Figueres es algo extraño y único en América

El caso de Figueres es algo extraño y único en América Latina

Luis Dobles Segreda

Cuando los periódicos de la tarde me enteraron del gesto magnifico de don José Figueres, agitando un mazo demoledor para derribar los muros del Cuartel Bella Vista y declarando disuelto el Ejército Nacional, no quise creerlo.

Lo primero era romántico y simbólico, lo segundo sorprendente y ejemplar.

Esperé que discurriese la noche creyendo leer en los diarios de la mañana la rectificación de conceptos, explicando que se había dado otro alcance a sus palabras y que no llegaban tan lejos las resoluciones del señor Presidente.

No es que yo desconfiara de la lealtad de Figueres para con la República.

En el decurso de toda su vida operosa, como agricultor pacifico y luchador esforzado, la figura de José Figueres, ha cobrado relieve y prestigio perdurable que todos tenemos que reconocer. Pero, su última jornada cívica, al través de los caminos del sacrificio, buscando una muerte segura o un triunfo que parecía ilusorio, para librar a la patria del cáncer que la consumía, lo elevó, sobre el pedestal de la admiración colectiva, en carácter de héroe nacional.

Precisamente por eso, se me hacía difícil creer que este gesto de ahora fuese, en la realidad, tan asombroso como dijeron los primeros informadores.

Las guerras pueden conducirse con más o menos acierto y buena fortuna, usando el talento y la valentía. Pero lo que es difícil dirigir y administrar es la victoria.

A la hora del arribo los conductores se ven rodeados de arribistas improvisados, de hombres de aventura que esperan cosechar ventaja gorda para sus personas y que traen en la mente planes de anchas ambiciones.

Derecho a ellas tienen, pero se traducen en mal aconsejar a los gobernantes en el sentido de tener por bueno, en la altura, cuanto por malo tuvieron en las jornadas de la lucha.

Los triunfadores suelen volverse orgullosos contra las doctrinas que alentaron y los apóstoles fácilmente se convierten en apóstatas.

Se inflan como globos y, al sentirse suspendidos en el aire y paseados en hombros de las multitudes se olvidan de los principios que sustentaron.

Se empequeñecen entonces, se deslucen y dejan de ser lo que esperábamos que fueran.

Se acuartelan tras las murallas de piedra y de cemento, por cuyas claraboyas y almenas asoman los cañones, y convierten un país de paz en campo de pelea permanente y en finca propia de la que disponen a su antojo.

Los llamados hombres fuertes, que rodean la victoria, los que llevaron su arrojo hasta la temeridad, siguen siendo temerarios contra sus enemigos y, ebrios con el vino de sus hazañas, bailan sobre la ruina de los caídos.

Se sienten invencibles, amparados a sus ejércitos, se creen super-hombres acariciando sus pistolas ya sin razón para desenfundarlas,

Es el mal de las revoluciones en casi todas las latitudes: para acabar con los desafueros de unos, entregan el país a los desafueros de otros.

Para librarse de la amenaza, ejercen la amenaza y para construir la fraternidad que predicaron, siembran el odio y así dejan de ser ejércitos de Ariel para convertirse en tropas de Calibán.

La Revolución en Costa Rica no tomó esos caminos y hemos seguido viviendo, sin temores ni amenazas, la república de todos los costarricenses.

Pero el caso de Figueres es algo extraño y único en esta América de próceres y pensadores que él añora.

Mientras los dictadores de América se apoyan en el ejército y lo oponen contra los civiles, mientras en Venezuela y el Perú las castas militares burlan la democracia imponiendo Presidente a su antojo, en nuestra pequeña democracia un hombre, producto de una revolución armada, disuelve su ejército y devuelve al pueblo sus poderes absolutos.

Y no sólo entrega una fortaleza para alojar un Museo, sino que vuelca el presupuesto de guerra sobre la Cartera de Educación y, si nuestro orgullo repetido es tener más maestros que soldados, lo reafirma, haciendo que los dineros improductivos de las armas se vuelvan productores de cultura en las escuelas.

Se necesita una lealtad sin límites con los principios republicanos para disolver un ejército que puede ser su sostén, el soporte incondicional de sus actuaciones y el dócil ejecutor de sus órdenes.

Que le sirvió ayer para amasar la victoria puede servirle hoy para imponer sus caprichos.

Todo eso revela que hay en él carácter de acero y un corazón de oro que lo sitúan a la altura de los grandes varones de la historia.

El civilismo del país es bien conocido. La repugnancia instintiva del costarricense por todo lo que sea mandato y no razón es proverbial, pero nadie llegó a sospechar que la valentía de un caudillo llegase donde se atrevió a llegar ni el más civil de nuestros Presidentes, don Cleto González Víquez.

Pero, de todos modos, significa una resolución fuerte y valerosa en defensa de la civilidad de esta democracia ejemplar.

Ese cuartel fue un día casa solariega y tranquila de un gran patricio a quien debe el país el fundamento salido de sus instituciones escolares.

Tras los gruesos muros del fuerte la voz de Figueres es como un gran lamento cuando dice: «los hombres que ensangrentamos recientemente el país comprendemos la gravedad que pueden asumir estas heridas en la América Latina y la urgencia de que dejen de sangrar».

No estoy yo de acuerdo con esta resolución total y sorpresiva y hasta me temo que sus proyecciones puedan ofrecer aspectos que no alcanzamos a ver con claridad.

Es un juramento de máxima lealtad republicana, que habrá de estremecer la columna vertebral de nuestra América, cuando dice:

La casa ha vuelto a ser posesión y feudo de esa sombra luminosa y propicia. Ha vuelto a ser la escuela con que soñara el más entusiasta fundador de escuelas.

Ha triunfado el espíritu del bien, ha vencido la cultura y Don José Figueres, que fue el primero en la guerra, llega a ser el primero en la paz.

«Somos sostenedores definidos del ideal de un nuevo mundo en América. A esta patria de Washington, de Lincoln, de Bolívar y Martí queremos decirle hoy: ¡Oh América! Otros pueblos, hijos tuyos también, te ofrendan sus grandezas. La pequeña Costa Rica, desea ofrecerte siempre, como ahora, junto con su corazón, su amor a la civilidad, a la democracia, a la vida institucional«.

Es posible que en las noches serenas pase sobre sus muros la sombra de Don Mauro Fernández, leyendo el evangelio de la paz mientras duermen los soldados acariciando sus fusiles.

No he leído otro mensaje más profundo, ni más conmovedor de un Presidente de América.

Con orgullo de costarricense y de hombre civilizado, yo lo leería desde la cumbre del Irazú, para que rueden sus palabras sobre las procelas de ambos mares, como un mensaje de toda Costa Rica.

Allí mismo, mirando a un tiempo los dos océanos, pondría el bronce de José Figueres, alzando su mazo destructor de tiranías y constructor de democracias.

Diario de Costa Rica, 3 de diciembre de 1948

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